الخميس، 21 مايو 2009

CUENTO


El exprimidor


(cuento de Abdul Hadi Sadoun)


http://www.otrolunes.com/hemeroteca-ol/numero-02/html/cuarto-de-visita/cuarto-de-visita-n02-a02-p01-2007.html



"Me vi prensando vino"
El Corán

Salí del local de Yabbar el zumero, junto a la orilla del Tigris, con un zumo de granada, y acabé en un hotel en el centro de Madrid exprimiendo naranjas toda la santa noche antes de poder regresar a mi habitación.
Una habitación en el piso de un edificio contiguo a viejos edificios que en nada se parecen al legado de los próceres de aquella lejana campaña cristiana que desbarató los turbantes de los hijos de Muhammad I. Luego, sus descendientes, tiraron las casas originarias y edificaron otras con letreros de cinc para datar el suceso. Algunos tuvieron la ocurrencia de añadirle una frase mágica: "Edificio asegurado contra incendios". Nunca los vi arder, a pesar de que algunos tenían vigas de madera revestidas de insecticida anti–termitas (debían de ser las mismas termitas que había en tiempos de Muhammad I). De hecho, la madera, al igual que la cháchara de las viejas y el griterío de los patios de vecino, había contribuido a prolongar su existencia. Y no cayeron.
El que se cayó fui yo, que de un zumo de granada vine, rodando, a dar de bruces con un exprimidor de acero reluciente y un sinfín de cajas llenas de naranjas. O lo que es lo mismo, la tonalidad rosada de aquellos días en la calle Abu Nuwás, entre borrachos, mujeres de vida nocturna las visitantes nocturnos y deslumbrantes Toyotas aparcados junto a la verja que encaraba las luces sumergidas en el Tigris, se volvió de color naranja. Lustrosas y redondas, uno que se llama Pedro u otro que también se llama Pedro las va dejando a mi lado en cajas de madera. Las contamos: "dos, cuatro... trece..." Y empiezo a exprimir, porque es mi trabajo y no he hecho otra cosa desde que salí de los vasos rezumantes de líquido rosado y granado.
Allí estoy yo, al pie de las naranjas. Mi historia ahora es la de las naranjas; y mi oficio, el de exprimir. Allí, en Bagdad, saboreaba el néctar rosado que fluía por mi garganta; aquí exprimo otro, de color naranja, que ya no puedo saborear. Y un mote, "el exprimidor", que se ha convertido en mi nombre a lo largo de los últimos años.
Me imagino múltiples escenas mientras que mis manos desentrañan las orondas naranjas. Pienso, a veces, que ya me he visto haciendo esto en otra parte. Sospecho que tantas elucubraciones e imágenes semioníricas tienen el único objetivo de sustraerme de la rutina nocturna de oprimir naranjas. Noches que transcurren entre bolsas llenas de cáscaras, pañuelos de papel y pensamientos. Cada noche me marco un punto de partida distinto, pero siempre acabo desembocando en el pensamiento con el que concluí el día anterior. Mis manos han adquirido una tonalidad similar a la de la bandera de Holanda. Ya sé que ésta no tiene nada que ver con las naranjas, y así me lo decía mientras regresaba a la habitación del edificio asegurado contra incendios. Puede que haya cosas en Holanda que sí tengan que ver con el color naranja; o puede, simplemente, que a mí me atraiga la idea de ir a otro país. Quién sabe.
Muchas, cuando exprimo, dudo de mis convicciones. Un día me pregunté en voz alta por el nombre del lugar en donde trabajábamos. Pedro se rió y el otro Pedro se rió con él: no podían creerse que, de verdad, no supiera el nombre de mi lugar de trabajo. Les respondí que no había abandonado este sitio desde hacía años, que había perdido la noción del tiempo y el espacio desde que un toro me dio una cornada en una avenida de Madrid. Al día siguiente, uno de ellos, uno de los Pedros quiero decir, me trajo un librito. Me dijo, mira estamos aquí, y dibujó flechas, círculos y letras. Yo miré con atención y traté de captar el nombre como pude (no olvidéis que yo nunca dejaba de estar enfrascado con las naranjas y no podía dejarlas ni un momento si no quería verme obligado a trabajar horas extra). Pedro se empeñó en deletrear el nombre para luego explicarme en detalle su significado. No comprendí, pero al final me di por convencido, como la mayor parte de las veces sin causa convincente, y lo memoricé como cualquier otro nombre. También me guardé el librito en un bolsillo de la chaqueta con la determinación de descifrar sus códigos en una ocasión ulterior.
Como la gente de aquí es como aquellos harraga que venían conmigo en la barca –no les importa ni lo más mínimo lo que tenga que contarles– me paso el tiempo hablando conmigo mismo. Pero mi yo, igual que ellos, acaba dejando de prestarme atención y se recluye en sí mismo, tal y como hacen los demás. Al final me encuentro perpetuamente solo. Por lo tanto, me dedico a extraer el líquido naranja y a conversar (¿con quién?). Los que me oyen piensan que algún espíritu se ha apoderado de mí; pero a nadie se le pasa por la cabeza que pueda estar hablando con las naranjas, que me dirija a ellas, que les ponga los nombres que conozco y otros que me invente. Naranjas a las que doy un pasado, unos rasgos y unas aspiraciones, en un juego que incluye también llenarme los ojos de esquirlas de pulpa como si fuera una espesa gasa que recubriera los cristales de las gafas. Quizás quisiera ver el mundo de otro color. De color naranja. Pero no tuve éxito.
Cada noche elijo una naranja que se me antoje especial, ya sea por tener un sugerente matiz verdoso, ya por ser muy grande, muy pequeña o muy deforme, y la convierto en mi único contertulio nocturno. Si al final consigue salvarse de la sangría, me la llevo a mi habitación de la casa asegurada contra incendios y la dejo en la repisa de la cocina hasta que, marchita, podrida y cenicienta, no tengo más remedio que arrojarla a la basura. Si se me presentase la oportunidad de poder compartir con alguien mis impresiones, una mujer hermosa, un director de banco o un primer ministro por ejemplo, no dudaría en inmolarla en el altar de un exprimidor.
Antes he dicho que, según mis propias suposiciones, fui a caer en este hotel. Pero no sé si fue exactamente así, una caída o una recaída. Porque deambulé de un sitio a otro con mi currículum en busca de un puesto de trabajo y porque los sitios se parecen mucho entre sí, me acabó pasando lo mismo que a mi abuelo, que se creía que todas las ciudades son como Bagdad. Por eso me confundía de tienda y volvía una y otra vez a la misma, a preguntar si necesitaban un empleado. Así que después de ir en más de diez ocasiones a preguntar lo mismo, volví al hotel y, cuando el de recepción me respondió con el consabido monosílabo, me fui; pero al cabo volví pensando que estaba preguntando en un hotel distinto. En una ocasión, cuando ya me disponía a darme la vuelta y enfilar la puerta, el de recepción me dijo: "Espera, el jefe de cocina quiere verte".
El cocinero tenía una inmensa barriga que parecía una joroba. Me preguntó si sabía de zumos de naranja. Entonces, me puse el currículum ante los ojos y le leí mi extensa experiencia en locales de alto postín, empezando por Haji Zibala en la calle de al–Rashid pasando por Ibn Daifa en el Fadal y la tienda de zumos de El Señor Presidente y la heladería Cumpleaños del Señor Presidente y la zumería La Madre de Todas las Batallas, y de un sitio pequeñito que había en la esquina de una tintorería que se llamaba "Apaga la Luz y Ven conmigo". Antes de que pudiera hablarle de la tienda de Yabbar el zumero, la noche en que dejó de vérsele porque unas gotas de su néctar rosado habían manchado la chaqueta de un oficial de los servicios secretos. Se enfadó tanto que le dio una bofetada y le gritó constriñendo mucho las palabras: "¿Sabes quién soy yo?".
Yo estaba por la labor de detallarle mi dilatada experiencia, pero el jefe de cocina movió el barrigón y me hizo un ademán para que me callara. La joroba de su vientre me pareció entonces más alta incluso que mi coronilla. No parecía dispuesto a esperar más y fue a donde estaba el director y le dijo: "Lo necesito a partir de esta misma noche".
Por esa razón me convertí en alguien conocido para la gente del hotel, gracias a un estremecimiento de la joroba del jefe de cocineros, al que no volví a ver hasta varios años después. Todos me decían, sin embargo, que me vigilaba todas las noches sin que yo me diera cuenta. Que se dedicaba a calcular las mondas de naranja en las bolsas de basura y que después medía los litros de zumo para asegurarse de que era un trabajador honrado. Muchas veces hizo la vista gorda ante la naranja que me llevaba por las noches, y tampoco dijo nada las contadas ocasiones en que me marché a la casa asegurada de incendios antes de acabar el turno. Después de cada inspección nocturna veía, complacido, mis instrucciones pegadas al lomo del exprimidor para evitar la pérdida de una sola gota. Acabé pareciéndole una persona digna de confianza, y al cabo de unos años volví a verlo porque pidió que me ascendieran y me mandaran a trabajar con él.
Me cambié de sitio pero no cambió nada. Ahora el número de Pedros era mayor, pero seguían sin hacerme caso. Por lo tanto, me ponía a hablar con cualquier cosa que caía en mis manos. Me dieron una nueva ocupación además de la de hacer zumos, ya que mientras mi mano derecha se afanaba en estrujar naranjas y verter el líquido del exprimidor a la jarra de vidrio, mi mano izquierda aprendió a adornar platos. Pero me daba la impresión de que todas las cosas eran una sola. Más de una vez dejaba la cáscara en el plato y tiraba la pulpa al suelo. El hombre de la joroba en forma de barriga tenía que venir hacia mí para enseñarme a recogerlas de nuevo. Pero yo me equivocaba más. No me movía de mi sitio, es verdad, pero no acababa de saber dónde estaba. Tan pronto llamaba a los Pedros y las cosas con nombres inverosímiles y desconcertantes como me veía a mí mismo con un vaso de zumo junto al Tigris, frente al local de Yabbar el zumero. Los vasos iban y venían y al fondo se podía ver la figura del poeta Abu Nuwás, sentado entre dos palmeras. Yo le decía a alguien que qué calor hace este verano o le decía adiós a otro que iba o venía. Todo ello saboreando el néctar rosa, rechistando la lengua, deleitándome en la noche de Bagdad. Pero como los Pedros mueven la cabeza y me miran desconcertados vuelvo a este aquí y me pongo a hablar con los platos, las cáscaras, y los delantales. Me piden platos de sandía decorada y yo se los doy. Pero enseguida me doy cuenta de que el orden de las rajas de sandía no dice nada y las riego de caldos y salsas. Luego me dicen algo más que no acabo de entender, y me imagino que me están pidiendo una ración de "dedosquemados". Se la preparo en un santiamén, pero ellos lo tiran todo a la basura. No oigo sus chanzas ni sus risotadas porque estoy absorto en las puñadas que me propina el jefe de cocina camino de su despacho.
El despacho del jefe de cocina se parece a casi todos los despachos y habitaciones que hay en este hotel lleno de lo mismo. Cierra la puerta y me dice:
— No les hagas caso, no te escuchan porque quieren quedarse con el relato para ellos solos. Mírame a mí.
Pero yo no le miro. Tengo la mirada ocupada con otro pensamiento que se proyecta en mi mente desde las paredes del despacho. Fotos con poses y paisajes diversos, títulos y certificados con su marco correspondiente. Llevan su nombre y no faltan letras rutilantes que certifican que es el presidente de la asociación mundial de cocineros. Él percibe mi interés y me dice que todos necesitamos decorar nuestras paredes con fotos nuestras, para que no olvidemos la sonrisa y las malas costumbres, para recordar a los demás y poder relacionarnos con ellos todos los días. Al fin y al cabo, nuestras sonrisas se acabarán ajando y nuestras historias, las fútiles y las trascendentes, se confundirán con mondas de frutas y verduras en el cubo de la basura. Luego comienza hablar de una vida llena de éxitos. Se golpea el pecho y dice que Franco era un hombre de verdad, un semental, te lo digo yo, el único que comprendió nuestra debilidad, pero no se lo digas a nadie. Fuerte y robusto, vivió mucho y sólo quiso morir en su cama, ese lecho que le había acogido durante ochenta años seguidos ("¿eran ochenta o setenta? No importa"). Desde entonces voy por ahí con una joroba artificial, tócala, no pienses tú también que es una joroba de verdad, toda ella son secretos sobre secretos, una montaña de certificados, muerte, guerras, ojos cerrados y quemazones que trato de cubrir para olvidar a mi familia. Mi familia, que lo tenía todo para seguir siendo un recuerdo doloroso, no le queda más que plagios y un álbum de fotos y secretos que yo he de ocultar con esta joroba mía. Tócala, para que veas que es verdad. Lo importante es dar la impresión de que eres alguien importante, hay que llenar las paredes de certificados, insignias, presunciones, fotos y sonrisas deslucidas. Me he acostumbrado a todas estas imágenes, ¿entiendes?. Sin ellas, sin estos plagios, no verían la joroba ni me conocerían, y ya no podría controlar, ordenar y gritar. Ni hacer que me escuches, por ejemplo, ni ordenarte que olvides todo y nunca más recuerdes que has estado aquí. Sí, puedes volver al trabajo, pero no olvides que te vigilo. No finjas que olvidas. Puedes robar una naranja todas las noches sin ningún miedo. No se lo diré a nadie, descuida.
Voy al trabajo o a mi habitación con el deseo de medir los kilómetros de los pasos a lo largo de años y años. Palpo todas las noches un croquis regalado por uno de los Pedros empeñados en enseñarme mi ubicación. Pero todas las noches me olvido de hojearlo. Pero recuerdo mi habitación, las paredes y la silla en medio de la habitación, donde me siento a disfrutar del vacío del edificio y el espacio de esa calle que ya no tiene gatos, perros ni gentes. Nada me importa, sólo las paredes de aquel despacho decorado de fotos, certificados, ojos y suspiros entreverados de olas de humo. ¿Por qué tendré que ver la cara del cocinero jefe con su joroba en forma de barriga todas las noches?
Lo acompaño de un lugar a otro, de cóctel en cóctel. Me convierto en su primer ayudante. Me presentaba ante todos como el mejor exprimidor de la ciudad, y antes de dirigirme cada noche al edificio asegurado contra incendios me metía una naranja en el bolsillo de la chaqueta. Pero cada naranja infiltrada en mi bolsillo debilita mis manos y me hace ser menos efectivo. Ya no exprimo tan rápido y las cajas se amontonan; pero ya no me importa. El cocinero jefe me habla pero yo no le presto atención más que con una sonrisa ensimismada. Me dice: "No te hagas el tonto, sé muy bien en qué estás pensando".
Me voy, y cuando lo hago dicen: "Se va el exprimidor". Vengo, y cuando lo hago, dicen: "Viene el exprimidor". Voy y vengo con el cocinero jefe de un lugar a otro. La última vez fue una recepción con rostros famosos, tanto como los que solía ver cada noche. Pero esta vez todos ellos, además de fama, tenían títulos honoríficos, galardones, chaquetas de smoking y rutilantes trajes de fiesta. Voy tras el cocinero jefe de un rincón a otro, decorando, ordenando, señalando, tratando con amabilidad, ladrando. Sigo la estela de su sombra y se detiene en mitad de la sala cerca de un fulgor que conozco bien. Me pide que haga uso de mi experiencia con los artilugios de exprimir naranjas carnosas y jugosas. Me da la orden con un contoneo de su joroba en forma de barriga mientras los otros abren los ojos como platos. Escojo unas naranjas, las parto por la mitad, las dispongo, estiro los dedos y comienzo a apretar. En un principio el zumo da brincos por entre mis manos, trata de sortear esta ebullición de líquido naranja, pero éste va a más y se expande por la mesa, se derrama en las chaquetas, las caras, los ojos abiertos como platos. Los párpados se cierran, huyendo del ardor, la pringosidad y el escándalo ante los flashes destellantes de las cámaras. El cocinero jefe cae al suelo y sólo alcanzo a ver una inmensa joroba en medio del suelo, cubierta por una tela blanca moteada de trazas de zumo naranja, de un color parecido a la que yo supongo debería ser la bandera de Holanda. Yo no me doy cuenta de nada y sigo enfrascado en mi tarea, y los platos se caen, los pies resbalan y las manos se ciernen sobre mí para llevarme tras las cortinas, tras las puertas, tras los edificios. Me llevan para arrojarme hasta un coche en una calle cuyos rasgos se me aparecen nítidos ahora, una calle que, quizás, lleva tiempo, impertérrita, en espera de este momento. Mientras, sólo unas palabras llegan a mis oídos: "¿No sabes lo que has hecho? " Respondo sin salir de mi estupor: "No, no lo sé."
Nada. No hago nada (¿pero cómo podemos dejar que los días pasen sin hacer nada, sin esperar nada?). Huellas dactilares y una firma y después me vuelven a echar a la calle. Y ésta me lleva a la avenida donde la voz se pierde. Otra vez me encuentro en mitad de la habitación, fijando la vista en el vacío. El vacío que hace que deje de pensar en el estante de las naranjas y la pared llena de fotos, certificados y lamentos. Sentado como estoy en medio de la habitación puedo verla con claridad, una placa de metal donde dice que el edificio tiene un seguro contra incendios. Una placa que brilla al fulgor de la farola, insertada con clavos gruesos en el frontal de la pared.
Me levanto y voy a la cocina. De un solo manotazo quito todas las naranjas que hay en el estante.
Y vuelvo al salón con una caja de cerillas.

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